jueves, 5 de abril de 2007

Que nunca más se repita

El 5 de abril de 1992 sucedió un hecho inédito en la historia del Perú, al menos hasta ese momento: Un presidente pateaba el propio tablero en el cual había sido elegido, y en el que aún estaba jugando. Alberto Fujimori disolvió el Congreso de la República que lo debía acompañar hasta 1995, tal como había sido el acuerdo democrático de las elecciones generales de 1990. Es como si a la hora de la cena, uno patee la mesa en la que come con la familia porque no le gusta lo que prepararon.

Decimos inédito porque, durante toda la historia republicana, se habían dado muchos golpes de Estado: gobernantes que despojaban a otros de sus puestos, por medio de la violencia, y mandándolos a la cárcel o al exilio. Allí están los más recordados, como el de Odría a Bustamante en 1948, y el de Velasco a Belaúnde en 1968. Fueron deposiciones a antecesores que venían manejándose por cauces democráticos, pese a que las situaciones del país, en cada caso, no eran las mejores.

Sin embargo, Fujimori rompió el orden constitucional sin verse perjudicado. Inmediatamente consiguió el criticable respaldo de la OEA, así como el apoyo ciego de la población, cansada de la clase política que ya estaba desgastada desde la década anterior. Pasó de ser un presidente elegido democráticamente, a convertirse en autócrata. No quiso someterse a las reglas de juego establecidas en un acuerdo promovido por el pueblo en las elecciones para la Asamblea Constituyente de 1978, que produjo la Constitución de 1979. Quiso hacer las suyas propias para permanecer en el poder.

El resto es historia conocida: el Congreso Constituyente ¿Democrático?, electo en noviembre de 1992 y que promulgó la Carta de 1993. La reelección de Fujimori en 1995. El intento de aprobar una “interpretación” a la Constitución para ser reelecto nuevamente en el 2000. El fraude de aquel año, etc. Y otras cosas más por las que la justicia lo pide.

La pregunta es, ¿por qué ocurrió?

Fujimori aprovechó que los “políticos tradicionales”, como él denominaba a los que pertenecían a los partidos, ya tenían cierto descrédito ante la población. Por ello, con toda seguridad, asestó el golpe, pues sabía que su medida tendría respaldo mayoritario, como efectivamente lo tuvo.

Los partidos fallaron al país en el período previo. Acción Popular en el poder, en alianza con el Partido Popular Cristiano la primera mitad de la década de los ’80, dejaron al país en una grave crisis económica y social, luego de que fueran gobierno. La situación se agudizó al dejar el APRA el poder en 1990. La izquierda, pese a estar en la oposición durante toda esa década, no supo capitalizar los errores de sus rivales políticos, y su ambigüedad con la violencia terrorista también los arrastró al descrédito.

Todo esto construyó al monstruo Fujimori, quien se apoderó del Estado, destruyó la democracia, sepultó la idea de pertenecer a un partido y una ideología, y gobernó para los grandes grupos de poder económico. Fujimori fue un dictador, eso nadie lo duda; pero no nació ni se creó solo.

Es necesario aprender la lección. La Semana Santa es propicia para que los políticos de ahora reflexionen sobre su compromiso. Ahora que vivimos nuevos tiempos democráticos, inaugurados en 2000 con el gobierno de transición del recordado Valentín Paniagua, no sólo es responsabilidad del gobierno que estos continúen; es obvio que tienen que cumplir un buen papel. Las agrupaciones políticas (no podemos hablar de partidos, por ahora) que participan en el juego democrático como oposición también tienen una tarea. De lo contrario, surgirán nuevos Fujimori en el escenario político. Que no se repita nunca más un 5 de abril de 1992.

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