Si hacemos un recuento histórico, el monseñor Romero es el personaje más importante de la historia de El Salvador. Cuando uno recuerda a este país de América Central, lo primero que se viene a la mente es Romero.
Y esto es porque Romero trascendió las fronteras de su país, con su discurso de plena defensa de los derechos humanos y sus denuncias ante el abuso del poder y el inminente conflicto interno que se avecinaba. Y además porque asumió la defensa de las víctimas que eran asesinadas a diario, así como de las personas que quedaban afectadas al perder a sus familiares y seres queridos. También defendió los derechos de los trabajadores y los campesinos.
Este discurso, pronunciado desde las muchas homilías y misas que le tocó oficiar, fue incómodo para el poder. Siempre los poderosos tratarán de mantener sus privilegios, y mantener como está la situación, sin importar lo que ocurra con los pobres, y aún a costa de la vida de muchos y muchas inocentes.
Quizás era más fácil quedarse callado. Cumplir simplemente con su función sacerdotal y allí quedaba la cosa. Pero Romero decidió seguir el ejemplo de Jesús, y predicar el evangelio del amor y de la vida aún sin importar las consecuencias que podría acarrearle. Allí está su famosa frase: "Si denuncio y condeno la injusticia es porque es mi obligación como pastor de un pueblo oprimido y humillado. El Evangelio me impulsa a hacerlo y en su nombre estoy dispuesto a ir a los tribunales, a la cárcel y a la muerte".
Por eso fue que lo mataron, pensando que con eso se acabaría todo, por ser peligroso para sus intereses. Pero quedaron sus ideas, sus denuncias y sus sueños de justicia y libertad, como mensaje para los salvadoreños y todos los latinoamericanos. Tal como lo dice el poema del recientemente fallecido vate peruano Alejandro Romualdo, denominado Canto Coral a Túpac Amaru, "querrán matarlo, pero no podrán matarlo". Su cuerpo fue asesinado, pero su voz profética quedó.
Esa voz profética, estoy seguro, no sólo estaba en la línea de la defensa de sus compatriotas. También era la voz de mucha gente en América Latina que clamaba justicia por esos años (y hoy la sigue clamando), en medio de feroces dictaduras, como la que se iniciara cuatro años antes de su martirio, en la Argentina, y que hoy también recordamos.
Por eso es que Romero sigue vivo. Porque su muerte y su legado quedaron como ejemplo para hoy, época en la que necesitamos afirmar la vida, la justicia social y la libertad, en un continente que aún es muy desigual y muy injusto.
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