domingo, 19 de agosto de 2007

Crónica de una tragedia no anunciada

El miércoles 15 de agosto, cuando el crepúsculo comenzaba a ceder y las primeras luces de la calles se encendían, mi tierra se empezó a sacudir. En el transcurso de dos minutos, esa sacudida se fue intensificando, hasta tornarse violenta y eterna.

Las consecuencias de este terremoto, de 7,9 grados en la escala de Richter, han sido funestas: casi 600 muertos (y sigue aumentando la cifra), miles de damnificados, y ciudades destruidas, como es el caso de Pisco. Este puerto, donde desembarcara San Martín en 1820 con la intención de libertar al Perú del yugo español, ha quedado prácticamente inhabitable, debido a que un 70 % de sus viviendas ahora son sólo escombros.

Los más afectados, como casi siempre suele suceder, han sido los más pobres. Con escasos recursos económicos, hacen “milagros” para tener el pan de cada día, pero a la vez no les alcanza para construirse una edificación segura donde habitar. La mayoría habitaba en casas de quincha y adobe; la mayoría data del siglo XVIII. Estas cedieron fácilmente ante el implacable bamboleo del suelo. De tener muy poco, ahora los pobres no tienen nada.

Otros que quedaron perjudicados, fueron aquellos y aquellas que a base de esfuerzo y sacrificio, y sin que nadie les regalara nada, habían logrado tener una posición mejor. No eran ricos, pero al menos tenían con qué defenderse. Una farmacia, una tiendita de abarrotes, una carpintería, eran unas de las tantas formas de ganarse la vida de esta población. Con la destrucción total que provocó este terremoto, lo perdieron todo.

Pero otros ni siquiera han podido ver lo que quedó del lugar donde habitaban. En apenas dos minutos, se les apagó la luz, y quedaron sin aliento luego de recibir el impacto de los golpes de los muros que caían sobre ellos. Otros sufrieron más: pese a ser rescatados de entre las ruinas con vida, pronto morirían también. La gente que sobrevivió a la catástrofe ahora los llora, pensando que quizás muchos de ellos no esperaban despedirse tan rápido. Y de esa manera.

Además, quienes quedaron vivos experimentan otra pesadilla. Sin viviendas, están durmiendo en las calles a la intemperie, expuestos al intenso frío, sin luz, agua, e imposibilitados de comunicaciones, con hambre; y esperando una ayuda que está produciéndose, pero que llega de manera lenta. Esto ha generado desesperación en algunos, aventurándose a caer en la tentación de la delincuencia o el vandalismo por un pedazo de pan, apenas ven llegar alguna movilidad con víveres o ropa.

Ante estas dramáticas circunstancias, ocasionadas por el que muchos consideran el peor terremoto de los últimos 40 años, varios sectores se han puesto la mano en el pecho. Medios de comunicación, organizaciones sociales, el mismo Gobierno central, entre otros, se han movilizado para poder hacer efectiva la ayuda a nuestra gente. Y también se encuentra entre estos actores preocupados por las víctimas de esta tragedia, la Iglesia Evangélica, que por medio de sus congregaciones e instituciones, ya se organizó para ayudar a nuestros compatriotas.

Sin embargo, los peruanos debemos aprender (una vez más) que si conocemos que el lugar donde vivimos está propenso a los sismos, hace falta la prevención. De nada vale tanto crecimiento económico, si no hay una verdadera organización y un plan de contingencia para estas desgracias. Y esto no sólo incumbe al Estado.

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